MÚNICH – Desde que el presidente ruso Vladimir Putin lanzó su invasión de Ucrania, el gobierno alemán ha estado bajo creciente presión para unirse a una propuesta de embargo europeo sobre la energía rusa. La opinión generalizada es que para detener la guerra de Rusia habrá que cortar su financiación, que llega en forma de miles de millones de dólares de pagos por exportaciones de petróleo y gas.
El gobierno alemán se opone a un embargo energético, con el ministro de Economía Robert Habeck argumentando que llevaría al desempleo masivo, la pobreza y el malestar social generalizado. Pero, ¿son válidas estas preocupaciones?
Alemania depende en gran medida de la energía rusa. El 55 % de su gas, el 34 % de su petróleo y el 26 % de su carbón proceden de Rusia. Pero encontrar sustitutos para el petróleo y el carbón rusos no sería especialmente difícil.
De hecho, Alemania ya ha acordado sumarse a un embargo europeo sobre el carbón ruso y ha anunciado sus planes de diversificación del petróleo ruso para finales de este año (aunque puede que sea demasiado tarde para marcar la diferencia para Ucrania). A diferencia del gas natural transportado por gasoducto, el petróleo y el carbón tienen mercados mundiales y pueden comprarse prácticamente en cualquier lugar. Además, Alemania tiene reservas estratégicas de ambos.
El gas plantea un reto mayor, porque solo puede suministrarse a través de los gasoductos existentes. La cuestión es, pues, si Alemania puede encontrar sustitutos a corto plazo para las importaciones de Rusia. Para obtener una respuesta, podemos consultar un nuevo informe de política de ECONtribute elaborado por un grupo de economistas alemanes de alto nivel que han tratado de cuantificar las consecuencias de poner fin a las importaciones de gas ruso. Los resultados de los autores son muy creíbles. Utilizan un modelo macroeconómico multisectorial de última generación para tener en cuenta las complejidades de las cadenas de suministro modernas, y aportan un conocimiento detallado del mercado energético alemán.
El estudio concluye que el fin inmediato del gas ruso costaría a Alemania entre el 0,5 y el 2,2 % del PIB. Es una reducción potencialmente considerable del crecimiento, pero no es en absoluto catastrófica. Incluso en el peor de los casos, la contracción sería menos grave que las consecuencias de la pandemia de COVID-19 en 2020, cuando el PIB alemán cayó un 4,6 %.
La pérdida de producción estimada varía mucho, dependiendo de la capacidad de la economía alemana para reasignar recursos a otros sectores y encontrar sustitutos del gas. El estudio parte de la base de que la “elasticidad de sustitución” es muy pequeña, pero no nula, lo que significa que, aunque el gas ruso sea difícil de sustituir, los hogares y las empresas alemanas podrían cambiar a otros insumos energéticos e importar más gas de los Países Bajos o Noruega a corto plazo.
Las pérdidas de producción serían modestas (por debajo del 1 % del PIB) incluso si la elasticidad de sustitución es muy pequeña, porque en una economía con cadenas de suministro complejas hay más posibilidades de encontrar proveedores alternativos. Sin embargo, un riesgo que hay que tener en cuenta es lo que los economistas llaman la característica del anillo en O de las cadenas de suministro (una referencia al fallo catastrófico que causó el desastre del transbordador espacial Challenger en 1986): si un eslabón crucial de la cadena se rompe, todos los eslabones por debajo de él pueden colapsar también, generando una caída que se propaga por toda la economía.
En cualquier caso, el canciller alemán, Olaf Scholz, rechazó el documento en una entrevista muy seguida, argumentando que sus modelos no tienen en cuenta la realidad sobre el terreno. Sostiene que la física básica -como el tiempo que se tarda en construir un nuevo oleoducto- impide mitigar las pérdidas de producción tanto como prevé el documento. Además, insiste en que el Gobierno está más familiarizado con las limitaciones pertinentes que los autores del estudio, porque está en contacto constante con grandes empresas como Siemens Energy y el gigante químico BASF. Ambas sostienen que un paro del gas ruso sería ruinoso.
Pero durante las grandes convulsiones, cuando las cosas se rompen, deberíamos escuchar a los economistas antes que a los líderes de la industria, que naturalmente prefieren que todo siga igual. Puede que las empresas conozcan mejor que nadie sus operaciones cotidianas, pero los economistas pueden incorporar a sus modelos una experiencia histórica más profunda, lo que les permite estar mejor equipados para analizar todas las formas en que una economía podría ajustarse.
El documento de ECONtribute, por ejemplo, incorpora la experiencia de la crisis del precio del petróleo de 1973 en su modelización de un posible corte de las importaciones de gas ruso. Además, Scholz se equivoca en cuanto a los modelos macroeconómicos: estos sí respetan la física, al tener en cuenta los límites de los recursos y otras limitaciones económicas.
En última instancia, la reticencia de Alemania a llevar a cabo un embargo energético va más allá de las cuestiones logísticas. El viejo modelo empresarial del país, Wandel durch Handel (“cambio a través del comercio”), también tendrá que cambiar. La tarea actual no consiste únicamente en gestionar los efectos de la pérdida de comercio, el aumento de los precios de la energía o la disminución del crecimiento. Es navegar por lo que Scholz reconoce como un punto de inflexión histórico: un “Zeitenwende”. Y, como deja claro su respuesta al documento de ECONtribute, Alemania aún no ha llegado a ese punto.