El jueves pasado, el primer ministro Naftali Bennett llegó a la Conferencia Cibernética de Tel Aviv.
En una conversación en inglés con Michal Tzur, con la que fundó su startup hace veinte años, presentó un negro panorama de lo que aún puede ocurrir en la guerra entre Rusia y Ucrania. “Hablo de la pérdida de muchas vidas, de la destrucción total de Ucrania y de millones de refugiados”, dijo. “Si los líderes mundiales no actúan rápidamente, la situación en Ucrania podría ser mucho peor”.
El día anterior, Bennett había hablado por teléfono con el presidente ucraniano Zalansky y luego con el presidente ruso Putin. Esas conversaciones motivaron sus esfuerzos por mediar entre las dos partes y subir algunas escaleras. Bennett decidió actuar y seguir un camino donde ningún primer ministro había llegado antes que él desde la creación del Estado, y tratar de conseguir un alto el fuego en una crisis internacional. Bennett cree que es una cuestión de verdadera piqúaj néfesh, y por eso tampoco tuvo problemas para volar a Moscú el Shabat.
La jugada política de Bennett representa su carácter desde que entró en política. Tiene una combinación de audacia, iniciativa y originalidad, pero también mucha pretensión y temeridad. Primeros ministros más populares, más conocidos y con mayor peso internacional que Bennett no se han puesto las pilas en el pasado, y mucho menos cuando se trata de la peor crisis internacional en décadas.
Con sus intentos de mediación entre Putin y Zelensky y la gira por las capitales europeas, Bennett se está jugando el todo o nada. Por un lado, ha mejorado su posición internacional de la noche a la mañana y ha ganado muchos puntos políticos dentro de Israel. Por otro lado, este movimiento entraña un enorme riesgo, tanto para él, como político, como para el Estado de Israel y su posición en el mundo. El primer ministro entró en el fango de la crisis de Ucrania sin conocer hasta el final su profundidad. Este es un caso clásico de “tómalo o déjalo”.
Bennett informó el viernes a la Casa Blanca de que tenía previsto volar para reunirse con Putin. Habló con el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, y no con el presidente Biden. Bennett no pidió permiso, sino que presentó a Sullivan el viaje como un hecho. Los estadounidenses no se opusieron, pero respondieron con gran escepticismo. Washington cree que no tiene sentido seguir hablando con Putin, ya que nadie podrá cambiar de opinión sobre Ucrania y detener su invasión destinada a sustituir el poder en Kiev.
A los ojos de Estados Unidos, la medida de Bennett se consideró ingenua en el mejor de los casos y perjudicial en el peor. El movimiento de Bennett conlleva un gran riesgo en lo que respecta a la posición de Israel en Estados Unidos. En la opinión pública y en el sistema político estadounidense, Putin es considerado más tóxico que el polonio con el que elimina a sus oponentes.
Hace apenas dos días, el senador republicano Lindsay Graham, uno de los mayores amigos de Israel en Estados Unidos, pidió el asesinato del presidente ruso. Si la jugada de Bennett fracasa, su coqueteo con Putin podría ser percibido a ambos lados del mapa político de Estados Unidos como el más negativo.