Hace ya más de una semana que el FBI anunció que había frustrado un complot iraní para secuestrar a la periodista disidente -ciudadana estadounidense- Masih Alinejad en Nueva York.
Los detalles del plan, atribuidos a agentes de la inteligencia iraní, parecían casi demasiado irreales incluso para los de una película de Bond: Una vez tomada como rehén en Brooklyn, “lanchas rápidas de estilo militar” transportarían a Masih desde Manhattan a Venezuela, y desde Venezuela, sería trasladada en avión a su país natal, Irán.
Según el Departamento de Justicia, los cuatro autores que han sido acusados desde entonces -todos ellos de nacionalidad iraní- conspiraron para secuestrar a la periodista y activista de derechos humanos “por movilizar a la opinión pública en Irán y en todo el mundo para provocar cambios en las leyes y prácticas del régimen”. Sin embargo, en los días transcurridos, su influencia no ha hecho más que crecer. Este impulso no debe ser ignorado en este momento crítico de las relaciones entre Estados Unidos e Irán.
Exiliada desde 2009, Masih lleva mucho tiempo criticando abiertamente al régimen iraní. Más conocida por haber fundado “Mi Libertad Sigilosa” y por haber iniciado los #MiércolesBlancos en las redes sociales, Masih anima a las mujeres iraníes a compartir fotos y vídeos de sí mismas con el pelo suelto en público, libres del hijab impuesto por el Estado. Masih mantiene unos impresionantes cinco millones de seguidores en su Instagram y cientos de miles en Twitter, por lo que no es de extrañar que la República Islámica se haya esforzado en desacreditarla durante años. El régimen obligó a su hermana a denunciarla públicamente en 2018 y encarceló a su hermano durante ocho años por negarse a hacerlo en 2019.
Por tanto, lo que Irán esperaba conseguir con este atraco solo podía ser uno de dos objetivos -no excluyentes entre sí-. Uno: retener a Masih como elemento de presión contra Estados Unidos, en un momento en que la sexta ronda de conversaciones nucleares entre ambos países se ha estancado en Viena. Jugar una mano tan fuerte sin duda pondría en aprietos a la delegación estadounidense, demostrando que incluso los estadounidenses en suelo estadounidense no son inmunes al alcance del régimen iraní. Y dos: silenciar a Masih, su mensaje y a los críticos como ella, tanto en Irán como en el extranjero.
En cuanto a esto último, ha ocurrido lo contrario. En los días siguientes a la noticia del complot fallido, Masih ha aparecido en casi todos los principales medios de comunicación de Occidente, ha iniciado su propio programa de la Voz de América (con el esperado primer episodio en el que participará la ex rehén iraní y académica de la AEI, Xiyue Wang), y ha hablado por teléfono con el secretario de Estado Antony Blinken. Tras la llamada de 15 minutos, Blinken tuiteó: “Estados Unidos siempre apoyará la indispensable labor de los periodistas independientes de todo el mundo. No toleraremos los esfuerzos para intimidarlos o silenciar sus voces”. En particular, no llamó a Irán por su nombre.
Si el objetivo del régimen iraní era desacreditar y avergonzar a Estados Unidos, entonces es crucial que éste también dé la vuelta a este objetivo. El llamamiento de Blinken -y el tuit- fueron una buena noticia, pero no lo suficientemente contundente tras la floja respuesta del Departamento de Estado, que no condenó al régimen. Con las conversaciones nucleares en pausa hasta que el presidente electo, Ebrahim Raisi, asuma el cargo en agosto, Blinken y la delegación estadounidense tienen la oportunidad de restablecer líneas rojas estrictas en las negociaciones. La liberación de todos los rehenes estadounidenses -sean o no periodistas- debe estar en el primer plano de la conversación, antes de que se levante cualquier sanción. Hacer lo contrario es apaciguar a los iraníes, y señalarles que la próxima vez, su plan de toma de rehenes solo tiene que ser tan factible como atrevido.