No todas las guerras son innecesarias o evitables, pero la historia bien podría juzgar la guerra ruso-ucraniana como ambas cosas, sobre todo porque Estados Unidos y sus aliados europeos podrían haberla evitado, pero no lo hicieron.
La decisión de ir a la guerra fue de Rusia, y esta es la responsable última de lo que ocurra ahora. Pero eso no absuelve a Occidente de su incompetencia y complacencia estratégicas, y no significa que Estados Unidos y sus aliados estén libres de culpa en todo esto.
En muchos momentos que condujeron a la crisis actual, Estados Unidos y Europa tenían la posibilidad de crear rampas de salida tanto para Moscú como para Kiev, de guiar una solución negociada para que ambas partes obtuvieran un mínimo de lo que necesitaban y algo de lo que querían.
¿Cómo habría sido eso? Para Moscú, el reconocimiento de su reivindicación estratégica sobre Crimea y el puerto de Sebastopol como sede de su Flota del Mar Negro. Para Kiev, la promesa de independencia política y mayor integración con Europa a cambio de concesiones territoriales.
Occidente también debería haber considerado la insensatez y la imprudencia de hacer flotar la idea del ingreso de Ucrania en la OTAN, algo que ninguna persona seria pensó jamás que Rusia aceptaría sin ir a la guerra para impedirlo. Y, sin embargo, ya en 2008, Estados Unidos discutió abiertamente la posibilidad de que Ucrania ingresara en la OTAN, incluso cuando Kiev seguía reclamando la soberanía sobre la base naval más importante de Rusia en Sebastopol. En estas condiciones, la idea de que Ucrania entrara en la OTAN era descabellada.
En cambio, desde hace años, Occidente ha animado a Ucrania a adoptar una línea dura frente a Rusia, con falsas promesas de que Estados Unidos y la OTAN se enfrentarían a Moscú y defenderían a Ucrania cuando fuera necesario, o que Ucrania se convertiría en miembro de la OTAN y aseguraría así sus insostenibles fronteras.
Como argumentó el politólogo John Mearsheimer en 2016, Occidente ha estado llevando a Ucrania “por el camino de la primavera, y el resultado final es que Ucrania va a naufragar. … Lo que estamos haciendo es alentar a los ucranianos a jugar duro con los rusos. Estamos animando a los ucranianos a pensar que al final se convertirán en parte de Occidente, porque al final derrotaremos a Putin y al final nos saldremos con la nuestra, el tiempo está de nuestro lado”.
Ese estímulo -falsos estímulos, como resulta- hizo que los ucranianos no estuvieran dispuestos a comprometerse con Rusia o a considerar las demandas rusas que no eran irrazonables, dadas las circunstancias históricamente únicas de las fronteras de la Ucrania moderna y los problemas que esas fronteras siempre han presentado.
Además, el apoyo de Occidente a Ucrania no se correspondía con la política de Occidente hacia Moscú. Uno no se compromete tácitamente a defender a Ucrania de Rusia y al mismo tiempo hace que su nación dependa energéticamente de Rusia, como han hecho Alemania y otras potencias europeas en la última década, o inunda su sector financiero con miles de millones de los oligarcas rusos, como ha hecho Londres.
El gobierno de Biden no solo fomentó la dependencia energética europea de Rusia (al renunciar a las sanciones sobre el gasoducto Nord Stream 2 el pasado mes de mayo), sino que contribuyó sustancialmente a ella al revertir el logro de la independencia energética de Estados Unidos por parte del gobierno de Trump. Como explica mi colega Tristan Justice, las políticas energéticas del presidente Biden han quitado a Estados Unidos y a sus aliados la capacidad de sancionar las exportaciones de petróleo ruso, una fuente clave de la riqueza del Kremlin:
“De Rusia, Estados Unidos sigue importando casi 600.000 barriles de petróleo cada día. En cambio, el oleoducto Keystone XL que Biden cerró debía transportar 830.000 barriles en su máxima capacidad. Biden no sancionó al sector energético ruso, porque no podía hacerlo. Trump podría haberlo hecho, y probablemente lo haría”.
Todo esto se suma a un fracaso histórico de Occidente. Durante muchos años, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN sabían que las potencias revisionistas como Rusia y China estaban descontentas con el orden internacional posterior a la Guerra Fría, decididas a revisarlo según sus ambiciones estratégicas. Dependía de Occidente, y especialmente de Estados Unidos, garantizar que esos intentos de revisión no adoptaran la forma de una guerra total, ni en el continente europeo ni en Asia.
Sin embargo, ya vemos a Pekín tendiendo la mano a Moscú, pidiendo negociaciones que, en este momento, solo podrían terminar con la consecución de los objetivos estratégicos de Rusia en Ucrania.
En pocas palabras, Occidente no ha hecho lo necesario para preservar el orden internacional liderado por Estados Unidos, y ahora ese orden se está deshaciendo en tiempo real.
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John Daniel Davidson es editor senior de The Federalist. Sus escritos han aparecido en el Wall Street Journal, la Claremont Review of Books, el New York Post y otros medios. Sígalo en Twitter, @johnddavidson.