(22 de enero de 2020 / JNS) Si quiere entender el verdadero obstáculo para la paz en Oriente Medio, no busque más que la aprobación unánime por parte del parlamento jordano la semana pasada de un proyecto de ley para prohibir las importaciones de gas natural de Israel, apenas unos días después de que el gas comenzara a llegar.
Jordania, pobre en energía, necesita un suministro de combustible estable y asequible, que el acuerdo israelí proporciona. Cuando se firmó en 2016, el gobierno jordano dijo que podría ahorrarle al país 500 millones de dólares al año, casi el 4 por ciento del presupuesto de Jordania para 2019 y más de la mitad del déficit proyectado para ese año (el déficit real era aparentemente mayor). En resumen, el acuerdo permitiría al reino redirigir cantidades significativas de dinero a algunas de sus otras necesidades más urgentes.
Pero eso no interesa a los legisladores jordanos. Lo que les importa es que esto es “el gas del enemigo”, para citar a los que protestan contra el acuerdo.
Tampoco les importa que Jordania e Israel firmaron un tratado de paz hace 25 años. Como quedó claro en la votación de la semana pasada, todos y cada uno de los legisladores jordanos siguen viendo a Israel como un enemigo con el que el comercio es un anatema, aunque la propia Jordania se beneficie enormemente. Esa postura es muy popular: Casi todos los jordanos tienen una opinión desfavorable de los judíos y opiniones similares sobre el Estado judío.
Los atroces esfuerzos de Israel por acomodar las sensibilidades antiisraelíes de Jordania tampoco ayudaron. El gas proviene de un yacimiento desarrollado por una compañía israelí, Delek, en asociación con una estadounidense, Noble Energy. Sin embargo, para que el acuerdo pudiera avanzar, la asociación accedió a la demanda de la compañía eléctrica jordana de que ninguna entidad israelí fuera parte del contrato. Por lo tanto, oficialmente, el contrato no es con Israel, sino con la filial de marketing estadounidense de Noble.
Lo más probable es que el acuerdo siga adelante a pesar de las objeciones del parlamento porque, aunque el rey Abdullah se complace en dejar que sus legisladores escupan retórica antiisraelí, rara vez les permite interferir en nada que considere un interés importante para Jordania. Y por ahora, a pesar de los crecientes disturbios en el país, el control de Abdullah parece todavía firme.
Pero independientemente de lo que suceda con el acuerdo del gas, la votación pone de relieve dos errores que han socavado sistemáticamente los esfuerzos de pacificación de Occidente.
El primero es subestimar la profundidad del odio árabe hacia Israel y, por tanto, no entender que éste es el principal obstáculo para la paz. Los occidentales tienden a asumir que todos en el mundo entero quieren básicamente las mismas cosas, paz y prosperidad, y por lo tanto, todas las partes deberían estar contentas de hacer compromisos por la paz. Pero en realidad, como demuestra el voto jordano, ni la paz ni la prosperidad son una motivación principal para muchas personas en esta parte del mundo, mientras que el odio es una motivación muy poderosa.
Así pues, cuando los legisladores jordanos tuvieron que elegir entre un acuerdo que impulsara la economía de Jordania y una oportunidad de manifestar públicamente su odio a Israel, entre un acuerdo que reforzara el tratado de paz y una legislación que lo socavara, eligieron sin vacilar esta última opción. Y los palestinos han hecho repetidamente lo mismo.
Un corolario de esto, por cierto, es que la creencia occidental en un “dividendo de paz2 económico es pura fantasía. Los tratados de paz no pueden proporcionar un impulso económico significativo cuando un signatario se niega en gran medida a hacer negocios con el otro; por consiguiente, ni el tratado israelí-jordano ni el israelí-egipcio han producido grandes beneficios económicos para ninguno de los países implicados. Un estudio realizado en 2018 por el Instituto Tony Blair para el Cambio Global encontró que el comercio de Israel con los Estados del Golfo, con los que no tiene relaciones oficiales, supera su comercio con Egipto y Jordania juntos.
Esto no significa que los lazos económicos sean inútiles; sin duda juegan un papel positivo. Jordania ha obtenido beneficios de su paz con Israel, incluyendo las decenas de millones de metros cúbicos de agua al año que Israel está obligado a proporcionar, así como una ruta vital para el comercio con Occidente (después de que la guerra civil siria hizo impasible la antigua ruta de Jordania a través de Siria, las mercancías comenzaron a pasar por el puerto de Haifa en su lugar). Estos beneficios presumiblemente contribuyen a la reticencia de Abdullah a capitular ante las demandas periódicas del parlamento de que se deseche el tratado. Pero cuando los intereses materiales chocan con el odio de los árabes hacia los judíos y el Estado judío, este último a menudo gana.
La segunda gran falacia occidental es que la paz obvia la necesidad de tener fronteras defendibles. Es cierto que las fronteras jordanas y egipcias son actualmente pacíficas; la cooperación de Israel con ambos países en materia de seguridad es estrecha; y ambos hechos probablemente seguirán siendo verdaderos mientras los actuales gobernantes jordanos y egipcios sigan en el poder. Pero, como quedó claro en la Primavera Árabe, ningún reinado autócrata de Oriente Medio viene con una garantía a largo plazo. Y dada la enorme hostilidad pública hacia Israel tanto en Jordania como en Egipto, tampoco hay garantía de que un nuevo gobierno no deseche el tratado.
Aunque el tratado con Egipto sobrevivió al breve tiempo que la Hermandad Musulmana estuvo en el poder, no está nada claro que hubiera seguido siendo cierto si el presidente Mohammed Morsi no hubiera sido expulsado después de un año en el cargo, mucho antes de que tuviera tiempo de implementar la mayoría de sus planes. Y es aún menos seguro que la paz jordana sobreviviera a la caída de Abdullah, a juzgar por la votación parlamentaria de la semana pasada y por muchas votaciones similares en el pasado. En ese escenario, la frontera más larga de Israel podría convertirse en una frontera hostil de la noche a la mañana.
La incesante hostilidad hacia Israel entre la mayoría de sus vecinos, junto con el incierto futuro de cualquier acuerdo firmado con un dictador, significa que Israel no puede permitirse el lujo de asumir que cualquier tratado es permanente. Debe estar preparado para defenderse si un nuevo gobierno árabe desecha el tratado. De hecho, tanto el tratado de Jordania como el de Egipto fueron redactados con eso en mente, y esa es también la razón por la que incluso el principal partido de centro-izquierda de Israel insiste en retener el Valle del Jordán en cualquier acuerdo con los palestinos. Sin embargo, los pacificadores occidentales rutinariamente descartan la necesidad de profundidad territorial y topografía favorable, y dicen que las “fuerzas internacionales” (que corren si hay problemas) y los “medios tecnológicos” no especificados ofrecen suficiente protección.
El voto jordano es un recordatorio de que el odio es fuerte y la paz es frágil. Si los aspirantes a la paz no empiezan a enfrentarse a este odio en lugar de fingir que no existe, las perspectivas de paz a largo plazo son escasas. Y mientras tanto, cualquier tratado tendrá que incluir fronteras defendibles.