La actual administración de los Estados Unidos, bajo el liderazgo de Biden, se suscribe con una fe ciega a la noción de que la instauración de un Estado palestino soberano, confinado dentro de las líneas pre-1967, sería la panacea para los conflictos del Medio Oriente. Esta visión, que raya en lo quimérico, ignora no solo la complejidad intrínseca de la región, sino también la vasta diversidad de opiniones de los actores regionales con respecto a las posibles repercusiones de tal decisión.
Contrariamente a las predicciones de un advenimiento utópico, los líderes israelíes actuales, aquellos con el poder real de influir en el curso de los acontecimientos, se mantienen escépticos, por no decir abiertamente contrarios, a esta visión. Esta discrepancia no solo pone de manifiesto la brecha entre el idealismo diplomático y la realpolitik, sino que también sugiere una desconexión palpable entre la percepción externa de la administración Biden y la realidad en terreno.
Explorando más allá de las fronteras israelíes, nos encontramos con un coro de desacuerdo entre las naciones vecinas. Desde Jordania, cuya estabilidad interna podría verse amenazada por la creación de un Estado palestino soberano que pudiera servir de catalizador para revueltas internas, hasta Egipto, que lucha por mantener a raya el radicalismo islámico y que vería con malos ojos cualquier entidad que pudiera alinearse con los Hermanos Musulmanes.
Por su parte, los saudíes, junto con los firmantes de los Acuerdos de Abraham, no esconden su preocupación por la inestabilidad que un nuevo Estado soberano podría introducir en una región ya de por sí volátil. La situación siria añade aún otra capa de complejidad, con aspiraciones territoriales que trascienden los límites actuales y perciben la creación de un Estado palestino no como un fin, sino como un mero trampolín hacia objetivos más ambiciosos.
La reciente política de la administración Biden hacia Israel se perfila bajo una óptica de “amor duro”, un enfoque que pretende ser pragmático, pero que es percibido como una simplificación excesiva de un escenario geopolítico altamente complejo y volátil. Esta política, alimentada por una confianza inquebrantable en su propio análisis, ignora los matices críticos y las realidades estratégicas que enfrenta Israel.
La administración subestima significativamente la amenaza que representa el arsenal de Hezbolá en Líbano, considerándolo meramente como un factor disuasorio contra las acciones israelíes hacia Irán, mientras que, en realidad, estos misiles representan una amenaza constante y significativa para la seguridad de Israel. La noción de que Irán busca armas nucleares exclusivamente para mantener su régimen revela una falta de comprensión de la amplitud de las ambiciones regionales de Irán y su impacto potencial en la estabilidad regional.
La posible restricción en la venta de armas a Israel, como respuesta a una operación militar en Rafah, evidencia una estrategia de presión que podría no solo alienar a Israel, sino también socavar su capacidad para actuar de manera preventiva y decisiva ante amenazas inminentes. Thomas Friedman cita fuentes que indican una disposición de la administración para limitar este soporte crítico en momentos donde la acción de Israel podría ser crucial para su supervivencia.
Esta política exterior podría llevar a Israel a un estado de vulnerabilidad estratégica. Frente a la imposibilidad de enfrentar a Hamás eficazmente, Israel podría verse forzado a aceptar una solución de dos Estados bajo condiciones desfavorables, lo cual, paradójicamente, podría incrementar la inestabilidad en la región, en lugar de atenuarla.
Además, si Israel decide proceder con la operación a pesar de las amenazas de Estados Unidos, podría encontrar un respaldo tácito de sus vecinos, quienes comprenden la amenaza iraní más allá de la mera preservación de su régimen.