El Almirante Kuznetsov, un portaaviones que debería ser el símbolo de la potencia naval rusa, ha quedado reducido a una grotesca parodia de su propósito original. Las averías recurrentes, la obsolescencia estructural y los accidentes operativos no son hechos aislados, sino la consecuencia directa de un diseño deficiente y una negligencia sistemática en su mantenimiento. Este coloso oxidado no solo representa una vergüenza para la marina rusa, sino un testamento al desastre organizacional y tecnológico que caracteriza su defensa marítima.
El despliegue del Kuznetsov en 2016 frente a Siria fue una demostración patética de incompetencia logística. Con aviones cayendo al mar debido a cables de detención defectuosos y motores inservibles, la operación alcanzó niveles tan risibles que incluso la marina estadounidense lo observaba, no por considerarlo una amenaza, sino temiendo su posible naufragio en medio de una misión. ¿Cómo puede una potencia militar permitir semejante exposición de sus carencias?

La corrosión estructural y los informes de agua contaminada en sus bodegas, sumados al humo negro que emite por el uso de combustible mazut, evidencian que este barco no debería ni siquiera estar a flote. Los reparadores han alertado sobre el peligro de que el portaaviones se hunda si se intenta devolverlo al servicio activo. Sin embargo, parece que estas advertencias caen en oídos sordos en un contexto donde las prioridades navales de Rusia parecen estar más cerca de la propaganda que de la eficacia militar.
A nivel operativo, el Kuznetsov ha sido un estorbo en lugar de un recurso estratégico. Los “más de 400 misiones de combate” realizadas en Siria se ven opacadas por los continuos contratiempos técnicos que comprometen su funcionalidad. Se habla de “modernización”, pero con sistemas tan arcaicos y una calidad de construcción deplorable, cualquier intento de mejora sería equivalente a querer resucitar un cadáver putrefacto con cosmética barata.
Rusia, atrapada en una narrativa de grandeza militar, se aferra a este naufragio en potencia, quizá porque aceptar su inutilidad sería admitir décadas de errores estratégicos. El mundo no necesita especular sobre el destino del Kuznetsov; su historia está escrita con óxido, humo y escombros. Persistir en su operación es simplemente alimentar una fantasía anacrónica. En este contexto, no cabe, sino reconocer lo evidente: Rusia estaría mejor desguazando este fracaso flotante que perpetuando su humillación ante el mundo.